¡Señor, yo te conozco!
La noche azul, serena, me dice desde lejos:
“Tu Dios se esconde allí”.
Pero la noche oscura, la de nublados llena,
me dice más pujante: “Tu Dios se acerca a ti”.
Te acercas, sí; conozco las orlas de tu manto
en esa ardiente nube con que ceñido estás;
el resplandor conozco de tu semblante santo
cuando al cruzar el éter, relampagueando vas.
Conozco de tus pasos las invisibles huellas
del repentino trueno en el crujiente son;
las chispas de tu carro conozco en las centellas,
tu aliento en el rugido del rápido aquilón.
¿Quién ante ti parece?
¿Quién es en tu presencia más que una arista seca
que el aire va a romper?
Tus ojos son el día; tu soplo es la existencia;
tu alfombra el firmamento; la eternidad tu ser.
¡Señor!, yo te conozco; mi corazón te adora;
mi espíritu de hinojos ante tus pies está;
pero mi lengua calla,
porque mi mente ignora los cánticos que llegan
al grande y buen Jehová.